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En los últimos años del periodo colonial se creó la Intendencia de San Luis Potosí, configurada por una vasta extensión que abarcaba zonas que antes habían pertenecido al Nuevo Reino de León, a la provincia de Coahuila y Texas y a la colonia del Nuevo Santander (Tamaulipas). Se había logrado la consolidación del territorio.
Con el siglo XIX llegó la lucha por la Independencia y San Luis Potosí participó con vigor en el movimiento. Hombres como fray Luis Herrera, fray Juan Villerías y Mariano Jiménez, potosino a las ordenes de Ignacio Allende, hicieron frente al ejército realista y dieron su vida por la causa insurgente. En 1817, el patriota español Xavier Mina cruzó la zona y renovó con ello los ánimos independentistas.
Durante esos años privó siempre, cuando más, cuando menos, el estado de alerta; atentos al rumor de pasos, al quebrar de una ramita, los de la guardia en los campamentos insurgentes recibían su jícara con frijoles, sus raciones de tortilla con chile y su dotación de pulque. Algún afortunado bebía un aguardiente que hacia honor a su nombre, escondiendo el hambre, el cansancio, el miedo, la soledad, la espera, porque al amanecer habría nuevas batallas; porque al anochecer -si sobrevivía- habría otra jícara llena, otro sorbo de mezcal y una nueva esperanza. Y ésta llegó en 1821, al consumarse la Independencia; en 1824, San Luis Potosí se convirtió en Estado Libre y Soberano, al promulgarse la primera Constitución.
Posteriormente, las luchas entre federalistas y centralistas estuvieron presentes en San Luis, que de 1835 a 1846 se convirtió en Departamento. En esa época se intensificó un motivo de inquietud: los comanches invadieron el norte y arrasaron varios poblados, robaron el ganado e incendiaron los sembradíos. Al ser reprimidos, la recuperación fue rápida, ya que era éste un territorio de tránsito militar, político y comercial con la zona norteña -a través de su camino real-, además de que se había renovado con gran vigor la explotación de las minas.
En 1846, San Luis Potosí volvió a ser estado; el hecho coincidió con la invasión norteamericana, durante la cual la entidad se aprestó a cooperar de inmediato con casi ocho mil hombres, parque, fusiles, ganado y semillas, que se consumieron con celeridad. Al finalizar la contienda, el gobernador Ramón Adame se rebeló contra el Tratado de Guadalupe Hidalgo, mas fue sometido. Y más tarde, en 1849, hubo una breve rebelión agraria encabezada por Eleuterio Quiroz, la cual no fructificó.
A partir del Plan de Ayutla de 1854, que puso fin a la dictadura de Santa Anna, liberales y conservadores dominaron alternativamente la región y surgieron profundas divisiones entre los potosinos. En los años siguientes, la economía se vino abajo, las grandes haciendas fueron diezmadas y abandonadas; la vida se volvió precaria, los alimentos escasos y de mala calidad, y en mucho se tuvo que regresar a limitaciones ya superadas, pues la dieta cotidiana retomó al maíz, al frijol, la calabaza y el pulque, casi como único sustento.
La pugna continuó y, en medio y como parte de ella, en 1861 se inició la intervención francesa. Tras la toma de Puebla por el invasor, el presidente Juárez instaló los poderes en San Luis Potosí, que fue la capital de la república de junio a diciembre de 1863, fecha en que tuvo que trasladarlos nuevamente ante el avance de los imperialistas, y en enero del 64 el estado hubo de firmar su adhesión al Imperio.
Guisos densos o delicados en extremo se sumaron entonces al mestizaje culinario. Las mermeladas de durazno y de tuna, envinadas, fueron untadas con gusto sobre “baguettes”, los dulces de nuez y almendra cristalizaron y nacieron las charamuscas, convertidas en adornos de filigrana sobre platos de porcelana, y estéticamente se sirvieron sobre manteles largos y servilletas ribeteadas con encajes.
Al triunfo de la República en 1867, siguió una etapa de profundas divergencias entre los propios liberales, hasta que los tustepecanos pudieron imponer la paz, con Porfirio Díaz a la cabeza.
El país -y San Luis Potosí en particular- experimentó un impulso económico, sostenido por el orden forzado del porfiriato que pretendía borrar los problemas sociales a base de mejoras materiales. El dominio político estatal fue ejercido desde ese momento y hasta 1896 por el general Carlos Diez Gutiérrez, quien ordenó la construcción de ferrocarriles, presas, fábricas, un teatro y una cárcel; revivió la minería y, en tal forma, estabilizó la economía y la sociedad, dividida en “léperos”, que incluían a los indígenas alimentados ancestralmente con frijol, chile, tortillas, atole y pulque; la “clase media”, que comprendía a algunos comerciantes y los españoles no poseedores de hacienda, sector que podía agregar a su dieta los famosos caldos potosinos, las quesadillas, los estofados, los chiles rellenos, langostinos y huilotas; y, finalmente los “privilegiados” los cuales añadían vainilla a su chocolate, saboreado en bizcocherías, cafés y chocolaterías, o en casa, donde una comida normal consistía por lo general en un caldo, una sopa “seca”, un puchero, un guisado y un dulce.
Empero, el aparente progreso tenía su lado oscuro: la situación de explotación en que vivían los trabajadores del campo y de la industria incipiente, incluyendo la del petróleo, que se inició en la Huasteca con la llegada del siglo XX. San Luis Potosí fue, así, un punto clave para el despegue del movimiento revolucionario. Desde 1901 se organizaron en la región clubes liberales que se oponían a la dictadura porfirista, y a los que concurrían los Flores Magón y los potosinos Camilo Arriaga, Antonio Díaz Soto y Gama y Juan Sarabia. |
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Unos años después, en julio de 1910, cuando el candidato independiente Francisco I. Madero fue llevado preso de Monterrey a San Luis, redactó en ese lugar el famoso “Plan de San Luis Potosí”, base intelectual de la Revolución, que invitaba a todos los mexicanos a levantarse en armas a partir del 20 de noviembre. El llamado fue oído y apoyado por la mayor parte de los habitantes del estado. Pero 1910 fue apenas el inicio de un largo período de revueltas, tramo sangriento en el que las distintas facciones revolucionarias se disputaron el poder, principalmente constitucionalistas y villistas. Aun después, con la promulgación de la Constitución de 1917, cuan do parecía que la paz sería un hecho, no fue así. San Luis siguió en el vendaval de las luchas políticas y religiosas de la década de 1920, en las que destacó el general Saturnino Cedillo, gobernador de 1927 a 1931, pero que también ejerció posteriormente un cacicazgo exagerado y que sucumbió en 1939, después de haberse sublevado contra el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas.
Desde entonces, y hasta 1958, la estabilidad política y social del estado fue precaria, lo que no impidió la ejecución de ciertos planes de desarrollo. De 1960 a la fecha, y no exenta de problemas, la entidad ha resurgido a la vida institucional con un esfuerzo regional inconmensurable por dar a su pueblo salubridad, educación y a la vez desarrollo económico. De esta manera se han fincado importantes industrias en muchas de las poblaciones, entre ellas las de naturaleza petroquímica; se siguen explotando algunas de las ricas minas, que a la fecha contribuyen a que la nación sea la primera productora mundial de plata; magnos bosques son talados racionalmente y su encino se convierte en obras de arte de la ebanistería. La producción agropecuaria merece mención aparte. Maíz, frijol, caña de azúcar, algunos cafés de fama comercial, entre otros, son de alta calidad, y de hecho se exportan y recaban divisas para la región y el país.
En cualesquiera de los pueblitos pintorescos de la región o en su capital, se puede ser bien recibido, tanto en los hogares como en los restaurantes, con delicias como el café de hueso, hecho con menudo, patas de carnero, cebollas, manteca, zanahorias, garbanzo, chiles anchos y piquines, ajos, limones y un pedazo pequeño de pan, platillo que por sí solo rescata
la tradición del mestizaje culinario del área.
El placer de comer transita en San Luis Potosí desde la elegancia de “La Lonja”, en la capital estatal, hasta el más humilde poblado. Su amalgama con la culinaria francesa crea el gigote, convertido en asadura de chivo; las enchiladas potosinas que pueden adelgazar hasta convertirse en una crepas finas y delicadas, propias para viajes, pues no pierden su suave textura y su delicado color; y de tal modo, contando con la presencia verde de la Huasteca potosina, una de las regiones nacionales de mayor belleza y feracidad, con sus tamales familiares y de boda –el zacahuil-, capaces de contener una huilota cocida en sus jugos, siguiendo el antiguo consejo prehispánico; o el bucólico encanto de la provincia entera –que atiende satisfecha el arte de su buena y sabrosa comida- ¿qué mejor que recordar algún poema de Manuel José Othón, poeta mayor y potosino?
Llena el agua los surcos del sembrado
y, mientras se fecunda la simiente,
rebosando de trigo, lentamente,
las carretas rechinan en el prado.
Por el chorro impetuoso golpeado,
zumba y zumba el rodezno roncamente
y, al girar de las muelas estridente,
truena el nutrido grano triturado.
Tras el pardo bardal de la alquería
a bocanadas la tahona humea,
manchando la quietud del muerto día.
Brilla la llama en el hogar, testigo
de santos goces, y la pobre aldea
su pan ofrece y su seguro abrigo.
CONACULTA (ed.) 2011. La Cocina Mexicana en el Estado de San Luis Potosí. CONACULTA/Océano, México. pp. 11-13. |
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