Yucatán

Con una alta influencia Maya, la comida Yucatea ha trasendido las fronteras nacionales para convertirse en una de las más famosas del mundo. ¡Descubre!

Oaxaca

Aquí la comida toma el nombre de su color - la comida es arcoiris, fiesta de paladar y la vista - y así se crean 4 moles: el verde, el colorado, el negro y el amarillo. ¡Disfruta!

Veracruz

Con su amplio dominio del Golfo de México, esta zona fue la que presentó mayor intercambio cultural entre los indígenas y los españoles. ¡Mira!

Puebla

Zona privilegiada por la naturaleza, la tierra originaria de los chiles en nogada y el mole poblano, maravillosa mezcla indígena y española con participación del la iglesia de la época.

 
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Puebla

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Constituye el Estado de Puebla una zona privilegiada en la que la naturaleza ha sido pródiga. Ésa fue la principal razón de que su población sistemática y siempre creciente se remonte el año 12000 A.C. Las influencias olmecas, totonaca, teotihuacana y tolteca, conformaron una cultura que se tradujo en ciudades, señoríos y un buen número de construcciones cuyos restos aún perduran en la región; desde la cueva de Coáctalan, en el valle de Tehuacan, en la que se aprecian indicios del descubrimiento y domesticación del maíz, hasta la pirámide de Cholula, heredera de la forma teotihuacana y el mayor monumento religioso mesoamericano, en cuyas plataformas superpuestas se pueden observar los distintos horizontes culturales, preclásico, clásico y posclásico. En su momento, los señoríos poblanos sufrieron expansión mexica y con ellos quedaron integrados al enorme sistema tributario y militar de Tenochtitlan.

Cuando los españoles entraron a la zona poblana procedentes de Veracruz, en aquel caluroso verano de 1519, recibieron una buena acogida en varios puntos de la región, pero en Cholula tuvo lugar un hecho que marcó con sangre la avanzada española, Hernán Cortés, advertido de una posible emboscada, ordenó una matanza que aterrorizó a los indígenas y los hizo someterse de inmediato a los recién llegados.

Después de Cholula, el temor allanó el camino de los conquistadores hacia los altos valles del Anáhuac. Tiempo después, en 1531, un plan detallado determinó la fundación de Puebla de los Ángeles, cuidad exclusivamente española. Empero, sobre su origen existente la leyenda que narra cómo un grupo de ángeles, en los largos días de la creación, revoloteaba con la alegría que produce encontrar una tierra llena de agua, de verdor, de altas montañas e inmersos valles, con uno que otro manantial para refrescarse.

Estaban en ello, cuando recibieron la orden suprema de crear en tal sitio una ciudad, labor a la que se dedicaron gustosamente. Con cuidado efectuaron el trazo de las calles, casa y jardines, mientras el capitán del grupo alado determinaba donde habría de estar la catedral. Una vez terminada la obra, emprendieron de nuevo el vuelo y desaparecieron. En aquel sitio, trazado pues por entes celestiales, los conquistadores hicieron treinta y tres casas en siete días; se congregó después a nueve mil indios de poblados circunvecinos y se celebró la primera misa. Fray Toribio de Benavente Motolinía relata que al retirarse los visitantes se inició una lluvia torrencial que duró muchos días. Cuando las recién edificadas casitas estaban a punto de derruirse, salió el sol y germinó la tierra, pródiga en flores, frutos y tubérculos, como jamás habían visto.

Los primeros evangelizadores fueron franciscanos y las monjas más famosas las de Santa Clara. A estas dos órdenes debemos la creación de delicias barrocas, tanto en arquitectura como en gastronomía, para sorpresa placentera de propios y extraños.

Mientras Sor Juana Inés de la Cruz ensalzaba al virrey, marqués de la laguna, en versos notables, una pequeña hermana recibió la encomienda de añadirle su homenaje desde los fogones de la cocina revestida de azulejos. Sor Andrea rescató así una salsa autóctona, la adicionó con vituallas variadas, y creó el mole poblano. De esa misma cocina saldrían más tarde, de algún modo, el rompope, los chiles en nogada y las tortillas de Santa Clara.

Aunque también se dice todo es tradición que el mole lo inventaron Sor María del Perpetuo Socorro y las monjas del convento de Santa Rosa para ofrecerlo al obispo Manuel Fernández de Santa Cruz ( célebre por la carta, firmada por Sor Filotea, en la que reconvino a Sor Juana por sus aficiones literarias), quien en recompensa mandó construirles la hermosa cocina que todavía puede admirarse. Los frailes competían, por su parte, en audacias culinarias.

De los restos del pollo y con un poco de masa crearon las chalupitas, mas las sintieron secas y agregaron entonces salsa y rebanadas de cebolla, y en un rato de inspiración las espolvorearon con queso. Pero seguían teniendo mucha masa, así que hicieron grandes tortillas y las modelaron con rebordes, pellizcaron luego las superficies, las pusieron a freír y las cubrieron con muchísima salsa, y chorizo y moronas de queso. El primero en probarlas fue el perro del cocinero, y que tan apetitoso le resultó el guiso y tanta era su gula que, con la vastedad del platillo, sufrió un ataque de asfixia. Así nacieron se cuenta, esos famosos antojitos a los que desde entonces se llama ahogaperros o sopes.

A la vez que avanzaba al mestizaje en todos los ámbitos de la vida colonial, la configuración política de Puebla se transformó. De ser la mayor provincia del reino en el siglo XVI, con un territorio que llegaba al Golfo de México y al Océano Pacífico, pasó a convertirse en Intendencia a fines del siglo XVIII, de dimensiones más reducidas pero con una organización perfectamente cohesionada y una próspera economía.

Su núcleo, la ciudad de Puebla, estaba situado en un punto estratégico entre Veracruz y México, lo que propició su gran desarrollo y la convirtió en la segunda urbe de la Nueva España. Desde un principio tuvo clasificación de oficios y entre los que dieron mayor auge comercial estaban los de sastres, jugueteros, calceteros, ebanistas, yeseros, escultores, pintores, arquitectos, talladores, torneros, marqueteros, doradores y muchísimos otros que diversificaron la vida urbana. Se llamaba a los comerciantes poblanos mercaderes de ambos mares, puesto que recibían y enviaban mercaderías tanto del puerto de Acapulco a través de la Nao de China como de Veracruz. Pese todo, los tumultos y conatos de rebelión de indígenas y negros eran frecuentes, maltratados los unos en las haciendas, los otros explotados en los obrajes.

De tal modo, aunque los manzanos florecían en Huejotzingo y Zacatlán y en los monasterios y conventos se elabora deliciosa sidra, compotas y ates, el 24 de febrero de 1811 los poblanos se pronunciaron por la independencia de la Nueva España; movimiento que encabezó José Francisco Osorno. En la capital de la Intendencia operaron, en distintos momentos de la insurrección independentista, Morelos, Matamoros, Sánchez de la Vega, Bustamante, Bravo, Rayón, Guerrero, Mier y Terán y José Joaquín de Herrera.

Y una ciudad como Puebla, realista por excelencia, dio el giro, al principio a regañadientes, más tarde porque el impulso era gigantesco, y a la postre por convencimiento. Cuando se logró la consumación del movimiento, después del Plan de Iguala en 1821, la ciudad capituló y el 2 de agosto de ese año recibió a Iturbide.

Los años siguientes fueron de incertidumbre y reubicación. Las fábricas ya no estaban controladas en su totalidad por españoles, pero la libertad recién adquirida no enseñaba todavía cómo administrar su patrimonio. En medio de una economía tambaleante, las autoridades locales juraron, el 8 de febrero de 1824, el Acta Constitutiva de la Federación, y el 18 de marzo se instaló el primer Congreso del Estado. Los años posteriores fueron franca violencia entre centralistas y federalistas, sacudidas terribles a ls que siguió la invasión norteamericana de 46 al 48. Los poblanos habían vivido ya el acre sabor de la lucha y la inestabilidad.

Los monasterios se reforzaron con portones enormes, revestidos de hierro y trancas gigantescas. Las despensas nacieron y crecieron a instancias de la necesidad de conservar los alimentos y se colgaron jamones y chorizos, se hicieron encurtidos, cristalizaron frutas o se hicieron mermeladas. Indígenas y criollos compartían ya el gusto por una cocina que era cada vez más fiel a sí misma, ahí estaba la ensalada de nopales, las quesadillas, los tamales de mole, de pollo, de cerdo, de dulce, de fríjol, de cazuela, y había más en tales condiciones salsas preparadas con ingredientes que podían conservarse secos, como la pepita de calabaza que dio por resultado el pipián; el trozo de chorizo se combinó con los frijoles y un poco de carne de cerdo, y surgieron los frijoles puercos. En fin floreció el ingenio, para aprovechar lo que se tenía y no pasar hambres y encontrar todavía sazones nuevas y mejores mezclas, fue este ingenio, mestizo el que hizo los itacates sin fin para los viajes inciertos.

Lo que una vez fue ventaja, la ubicación, era ahora terrible desventaja a la lucha entre liberales y conservadores se sumó la intervención de los franceses. Por su situación, la ciudad de Puebla se convirtió en el cruento escenario de muchas batallas; varias veces en 1856, entre las fuerzas del gobierno liberal y los conservadores sublevados el 5 de mayo del 62 gloriosamente entre el ejército francés y las tropas republicanas de Ignacio Zaragoza el 63 entre los intervencionistas y los defensores encabezados por Jesús González Ortega; y luego en el 67 el general Porfirio Díaz recuperó la plaza y destruyó los últimos reductos del efímero imperio que fundó Maximiliano con las fuerzas conservadoras y el apoyo de los invasores.

Se inició al cabo el proceso de una reconstrucción que igualmente habría de ser larga y difícil. El 16 de Septiembre de 1869, el presidente Juárez inauguró el Ferrocarril Mexicano que enlazaba a Puebla. A partir del 77, los gobiernos y jefes políticos porfiristas impusieron la paz en la entidad, pero a sangre y fuego. Se reanimó la agricultura, aunque la tierra pasó a formar parte de enormes latifundios. Se vivificaba pese a todo, la economía. La red ferroviaria se amplió a Cholula, Amozoc, San Juan de los Llanos, Atlixco, Tehuacón yEsperanza.

Se modernizaron los antiguos ingenios de azúcar de Acatlán, Izúcar, Chetla y Tehuacan, aumentaron a cuarenta las fábricas textiles y aparecieron otras de cerámica, vidrio, sombreros, mosaico, cemento, cerillos, licores, cerveza, dulces, pasamanería, almidón, cigarros, hilos y cajas de cartón. Al tiempo que todo esto ocurría se había dado en las cocinas poblanas un nuevo mestizaje, procesado lentamente a lo largo de aquellos años dolorosos. Los tacos de pollo se habían cubierto de crema batida; habían nacido los muéganos al vino, las palanquetas.

El chocolate se bebía en sitios públicos, el atole ocupaba ahora un segundo término y el pulque se apartaba con sorna para dar paso a los vinos y licores franceses. Ya no era bien visto cualquier dulce; el camote se afrancesó, la moda era cubrirlo de azucarillo y envuelto en terso papel de China, ofrecerlo en delicadas cajitas de madera.

Se acompañaba, además con una botella de Cordón Rouge. El algodón había dado paso a la seda, al lino. La lengua de vaca y el guajolote se cocían au vin y como postre había garay o fricassé. Más los nuevos tiempos trajeron sus propios cambios. Lo que bullía en el fondo de la sociedad subió a la superficie. Hubo pues sublevaciones de campesinos y huelgas obreras y fue esa enorme sacudida social lo que fundamentalmente propició el estallido de la Revolución en 1910. Puebla había sido, desde años antes un importante centro de agitación; lo demuestra la actividad de la familia Serdán, cuyos preparativos se sublevación fueron descubiertos dos días antes de iniciarse el movimiento. La frase más violenta de la lucha armada se prolongó hasta 1917 y durante ese lapso se enfrentaron furiosamente en la región zapatista y constitucionalista.

En 1920 con el Plan de Agua Prieta, el presidente Venustiano Carranza fue derrocado; huyó por la sierra d Puebla y murió emboscado en la ranchería de Tlaxcalantongo. Hondas diferencias políticas e intereses contrarios entre los propios revolucionarios mantuvieron la inquietud en la zona, y la zozobra llegó a momentos críticos aun años después, durante el conflicto religioso. La situación de inestabilidad, que más que ser privativa de Puebla era casi la tónica nacional, se fue superando al fin en la entidad a partir de 1933. Desde entonces la acción de los gobernadores constitucionales e interinos ha logrado un desarrollo socioeconómico continuado.

En Puebla cada municipio, cada ciudad, cada pueblo, suele convertirse en una invitación para regresar a ellos la capital del estado ofrece maravillas de su arquitectura, como la irrepetible Catedral, la Biblioteca Palafoxiana, la Capilla del Rosario, el Museo Bello, La Casa del Alfeñique, los conventos de Santa Clara y Santa Mónica, y muchas más la angelical urbe hace volar la imaginación en el Barrio de la Luz, donde innumerables artesanos recrea la cerámica tradicional; solivianta, los sentidos en El Parían y la Calle de los Dulces; y en cada fonda, restaurante, mesón o antojería enloquece gustos y trastorna paladares con sus chalupitas, moles, tostadas.

Si todavía queda un huequito, conviene tomar un nevado mientras se pasea con alegría dominguera por los portales, armonizados por el zureo de las palomas y el tañer de nobles y viejas campanas. Histórica es la leyenda de la china poblana, cuyo traje viste a la patria engalanada, con la misma fuerza y vitalidad de cuna cocina regional que desborda los límites geopolíticos y proyecta el mole con prestigio y definición nacional.

Creación de robusta civilización lo llamó Alfonso Reyes, el polígrafo mexicano al que Borges consideró el impar, creación la del mole poblano, sólo comprensible, en verdad en el ámbito del barroco de Puebla. Y los chiles en nogada?? En su comida típica de México, apunta Manuel Carrera Stampa que Puebla también es cuna de los chiles en nogada (0originalmente preparados con nuez de Calpan y granadas de Tehuacan) cuyo color, verde, blanco y rojo, es igual al de la bandera de las Tres Garantías que enarboló Agustín de Iturbide en Iguala.

Alguna vez el propio Alfonso Reyes maravillado ante su presencia los explicó así Esmaltado con granos rubí, traslúcidos y brillantes, un albo manto de nuez casi armiño, cubre apenas el verde intenso de los chiles. Al morderlos surge toda la esplendidez barroca del picadillo envuelta en la pulpa carnosa de los chiles y se mezcla golosa, al perfume suave de la salsa de la nogada y al sabor agridulce que encierra como cápsula intacta, cada grano de granada. Y sólo para iniciar una larga y deleitosísima enumeración, conviene no olvidar los clemoles de Atlixco, los chapadongos, los punches o mousses nativos, la tinga poblana, los chileatoles, la chalupas de San Francisco, verdes o coloradas, en el antaño paseo de la capital poblana, después de la visita al Beato Sebastián deAparicio y por supuesto, la compra de los dulces nativos para el camino, las tortitas de Santa Clara, los camotes de lujo o de pobre, ambos deliciosos, los muéganos y las frutas cubiertas.

Paladear pues, los puntos sublimes de la cocina poblana, integración excelsa, barroco supremo, esplendor de altísima cima como de nevados volcanes, como de angélico vuelo en la gastronomía mundial. Son cinco los apartados o secciones que integran este recetario de la cocina familiar poblana y muestran claramente cómo se plasman en ella las maravillas de sus valles y montañas, y aun los amplios caminos que vienen del mar. Un poeta romántico de origen extranjero, José María de Heredia y Campuzano, azorado ante la magnífica circunstancia de la región, la expresó hace más de siglo y medio en los medidos versos del poema en el teocalli de Cholula.

Es una estrecha zona concentrados con asombro se ven todos los climas que hay desde el Polo al Ecuador. Sus llanos cubren a par de las doradas mieses las cañas deliciosas. El naranjo y la piña y el plátano sonante hijos del suelo equinoccial, se mezclan a la frondosa vid, al pino agreste y de Minerva el árbol majestuoso. Nieve eterna corona las cabezas de Iztaccíhuatl purísimo, Orizaba y Popocatépetl, sin que en el invierno toque jamás con destructora mano los campos fertilísimos. El recetario se estructura con una selección de recetas que pertenecen a la mesa íntima, cotidiana, a la comida de todos los días, pero muchas otras son expresión de la cocina poblana en los días de fiesta o en las ferias de la comunidad.

Deleitoso y complicado mestizaje, cada guiso es suma, incorporación nunca mezcolanza, jamás desarraigo de lo indígena o lo hispánico o incluso, del afrancesado siglo XIX y aun de influencias posteriores, como la italiana, que también se añaden y transforman. Sitio de cruces y encuentros, Puebla resulta lugar de absoluta recreación gastronómica.

El apartado inicial, Tamales, Chalupas y otros antojitos, es parte selecta de una gran aventura nacional, la del maíz. Y las recetas que se ofrecen logran, sobre la base de los blancos y dorados granos, el toque característico de la zona, las chalupas, por ejemplo o la confirmación de un modo mexicanísimo, pues reiteran que si comer es asunto que se entiende tan bien en este país como en cualquier otro, tal hecho también es un antojo que debe satisfacerse, aunque sea obligadamente. Y así la comida puede ser antojo, pero el antojo se vuelve comida. El segundo apartado, Caldos, Sopas y Pozoles, se presenta un surtido rico y nutritivo.

Desde las glorias de un caldo de langostino a las coqueterías de una crema de flor de calabaza o el sustento del elopozole de Tierra Caliente. Y el tercero, Mariscos, Pescados y verduras, suma a las rutas que llegan del mar los cultivos de cañadas, valles, altozanos, al lado del bacalao o de las alcaparras, asoman los hongos totolcóxcatl o los epatlaxtli; al ayamole de calabaza no está lejos de las habas verdes fritas y los langostinos se acompañan con chiles verdes, La cuarta sección, Aves, Moles y Carnes, es digno de admiración.

¡Que fórmulas tan buenas! No sólo cuidadas versiones para elaborar el mole poblano o los chiles en nogada, sino las de la barbacoa de hoyo, el mole de caderas o un fiambre delicioso. El quinto apartado, en fin se dedica a Panes, Dulces y otros Manjares. Ilustre es la dulcería poblana y aquí se entiende la razón. Se observa la incorporación de los clanes que han llegado a trabajar las privilegiadas tierras de la región torta bretona, queso napolitano, las fuentes primeras, dulce de jícama, compota de chilacayote y , en casi todas las recetas a más del buen hacer, traslucen las delicadas manos conventuales, la herencia dulcera de la Nueva España. Angélicas resultan, pues, las natillas de le che poblanas, las cocadas, las panochitas. Cómo no saborear los jamoncillos, los alfajores, los polvorones de piñón, las torrejas o la leche de mamey?? Y llegar, al cabo a los camotes de Santa Clara, que las monjas barnizaban con miel... y más de un suspiro de contento. TAMALES, CHALUPAS Y OTROS ANTOJITOS.

El primer apartado del recetario de la comida familiar poblana pronto hace honor a su nombre, pues verdadera cena de ángeles constituyen los tamales con que se inicia. Etéreos, dulces, ligeros, sabrosos y muy sencillos envoltorios, sin rellenos de carnes o chiles. Una buena vaporera, el mejor maíz y mantequilla fresca. No hay quién resista.

La gastronomía poblana es en buena medida, resultado de la imaginación popular, exploradora infatigable de los productos que brinda la naturaleza. Calladamente llegar luego, claro está, la delicadeza de las manos conventuales que dan el toque maestro y elaboran y elevan el artificio al gusto de los circunstantes. Las primeras recetas elegidas para esta muestra enseñan algunas de las infinitas formas de preparar tamales.

Tras la fórmula de los tiernos elotes casi la brisa de que produce el batir de plumíferas alas se aconsejan los pulacles que van con un relleno de frijoles negros, calabacitas picadas y ajonjolí. Versión más sencilla es la de los tamales de fríjol se presentan enseguida y son por otra parte, acompañantes propicios a la perfección del mole poblano. Se ingresa después en el universo del pan de comal, y doña Tortilla, la Magnífica, le rinde suculentos honores Puebla. Examínense las recetas siguientes por el tiempo de lluvias, inmejorables son las quesadillas de cuitlacoche. Bendición y delicadísimo regalo para el paladar.

Los populares tlacoyos se preparan en la entidad y se convierten en tlayoyos doblando la tortilla cruda y poniendo un poco de pasta de alverjón, cocido y molido con hojas de aguacate y chiles. Vienen a continuación los bocoles, más norteños que son una gosrditas con buenas formas rellenas de chile ancho y queso. Las tlatlapas son un guiso curioso, hay que tostar los frijoles amarillos, luego cocerlos con epazote y unos chipottlitos y formar así la pasta con la que se untan las tortillas calientes recién echadas que hay que comerse de inmediato.

Son una manera sibarítica de saborear frijoles y tortillas, ya que de sibaritas se trata prosiguen una enchiladas denominadas exquisitas, en realidad unas enfrijoladas que defienden bien su apelativo, se adornan con queso, cebolla y perejil y se sirven con rebanadas de aguacate y chorizo frito y desmenuzado. Renglón aparte precisa el milagrero hallazgo de las chalupas, apetitosas y tentadoras tortillas, barquichuelas pequeñas y alargadas las de la receta que se propone, pero que como todas las chalupas engañan al comensal con su tamaño.

Aire parecen ser las salsas, hortalizas y carnes que picadas, rebanadas o desmenuzadas, cubren, tapan y desbordan a la discreta tortilla pequeña que la sustentan. Se come entonces mucho y a gusto como si se comiere menos, y luego se dice ¡ Ay si sólo me comí unas chalupitas!! El departamento de Puebla es famoso por su fertilidad y por sus abundantes cosechas de trigo, maíz, frijoles, garbanzos y otros productos, y también por la calidad de su fruta. Incluso hay un proverbio español que dice: Si a morar en indias fueres que se donde los volcanes vieres.

Especificaciones

  • Top Speed: 150mph

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