Colima
Probablemente la cultura colimense es la mejor conocida del Occidente mesoamericano. Sus testimonios son abundantes en la cuenca del río Armería y en los valles de Colima y Tecomán. Los indígenas de la zona conformaron grupos agrícolas que vivían del cultivo de diversos productos vegetales como el maíz, la calabaza, el maguey, el frijol, el chile, el jitomate y el algodón. Otras actividades, como la caza y la pesca, proporcionaban los suplementos de su mesa. Domesticaron animales como el guajolote y el tepezcuintle, que cazaban para comer.
De su destreza dan prueba los tejidos de algodón, pero sobre todo la alfarería A nuestros días han llegado piezas de formas vegetales o animales, en especial vasijas en forma de tepezcuintle -con una vertedera en la cola- que se han convertido en el símbolo arqueológico de esa cultura. Durante los primeros veinticinco años del siglo XVI, Colimotl erigió el reino de Colimán. Por ser un señorío independiente, no aparecía en las listas de pueblos tributarios de los mexicas. Hernán Cortés no se entero de su existencia antes de haber conquistado Michoacán.
Francisco Álvarez Chico y Juan Rodríguez pretendieron ocupar el territorio, pero fueron rechazados. Gonzalo de Sandoval logró someter a Colimán y a sus aliados, que al cabo aceptaron el vasallaje. Los primeros colonizadores fueron, en su mayor parte, soldados de la guardia de Cortés: hombres rudos y ambiciosos; en breve se dedicaron a explotar con esclavos las minas auríferas de la región.
El duro trato a que sometieron a los indígenas en las ruinas provocó frecuentes revueltas, especialmente en el yacimiento del Motín (y de ahí la palabra adquirió su significado cabal). Poco podía hacer la orden de los franciscanos que había llegado a evangelizar aquellos reinos. A causa de esta situación, la villa de Colima fue visitada por el virrey Antonio de Mendoza; el gobernante reconoció los puertos de Navidad -de donde salían las expediciones españolas hacia Asia y Tornavuelta (de regreso)-, Santiago y Salagua y ordenó la construcción de un camino real. Más tarde, Lebrón de Quiñones dio la libertad a los esclavos, dispuso la adopción de huérfanos, el establecimiento de hospitales, la exención de impuestos a los imposibilitados, los matrimonios colectivos y las siembras comunales para dar auxilio a viudas, desamparados e inválidos. Los hispanos del lugar lo calificaron, por todo ello, como “el más riguroso juez que el virrey tiene en sus reinos”.
Las disposiciones de Quiñones alentaron la estadía de los indios. Se edificó el monasterio de San Francisco, en el pueblo del mismo nombre. La constante intervención de la Corona para frenar los abusos de los colonos, acabo por fin con el tráfico de esclavos; disminuyó así la fiebre del oro y la economía se centró en la agricultura y la ganadería. Florecieron las huertas de aguacate, plátano y limón; y la caña de azúcar abasteció en gran escala los trapiches, donde se fabricaban melados, panocha y azúcar. Se multiplicaron las ganaderías de toros bravos y, a mediados del siglo, se propagaron las gallinas de Castilla. El “vino de cocos”, cuya elaboración a partir de la tuba habían introducido los filipinos, se convirtió en artículo de primer orden. La producción de vino llegó a veinticinco mil litros al año.
La recolección de sal, y la producción de ganado, pieles, sebo, quesos y pescado adquirió importancia. Bajo estas circunstancias surgió un nuevo arte culinario, integración de posibilidades y culturas. En las cocinas de haciendas y poblados se prepararon platillos, licores, vinos y postres, que lenta pero firmemente amalgamaron los productos del sitio con los que se importaban; la forma de hacer de los indios con la de los españoles; el paladar de unos y otros se trocó en un tercero, el gusto mexicano.
Pero ni unos ni otros tuvieron que olvidar sus recetas originales. El indio seguía comiendo tortilla, tamales, chiles, atole y pulque; a lo cual adicionaba -de vez en cuando- alguna carne de puerco o res, entonces casi vetadas para ellos. El español, en cambio, bien pronto integró las delicias que le brindo el fértil trópico a su dieta diaria, al grado tal que en corto tiempo no concebía una comida que no “bajase con un buen pulque” y el aguacate vistió con delicada elegancia el arroz, las ensaladas, los pescados y mariscos de las mesas criollas y europeas.
De la segunda mitad del siglo XVI a la primera del XVIII, Barra de Navidad y Manzanillo se tomaron puertos de abrigo de piratas, que esperaban la Nao de China, o el Galeón de Manila: ambos fueron abordados por sir Francis Drake, entre otros. Por levante, hacia el interior del país, la comunicación con la capital de la Nueva España era precaria; los malos y pocos caminos habían sido tomados por bandoleros o indios rebeldes, lo cual impedía un tránsito comercial fluido.
A pesar de todo, los escasos habitantes se dedicaron -además de la explotación minera- a la agricultura v ganadería Poco a poco la economía se fue consolidando, al permitirse la propagación del cacao y de los hatos de ganado. Hacia 1790, 4314 personas vivían en la Villa; de ellos, menos de la mitad eran españoles, y los demás indígenas, mestizos y mulatos; en su totalidad, de acuerdo a su actividad u oficio, eran hacenderos, mercaderes, comerciantes, cajeros, escribientes, labradores, sastres, zapateros, tejedores, pintores, arrieros con mulas, sirvientes de arrieros, herreros, carpinteros, curtidores, operarios, tratantes, sirvientes, barberos, sombrereros, hilanderos, diezmeros, plateros y medieros. Era esta una sociedad integrada por estratos de trabajo, que producía lo suficiente para satisfacer necesidades internas y externas. Los cultivos principales eran cacao, coco, añil, caña, maíz, frijol, arroz, algodón y chile. Elaboraban sal de estera, coquito de aceite, quesos, pescado seco, pieles y algodón.
Ante la bonanza, los vecinos se distraían organizando fiestas religiosas y civiles: había carreras de caballos, danzas indígenas, verbenas populares y fuegos pirotécnicos. En tales ocasiones era costumbre montar largas mesas para el servicio de los hacendados; ofrecían sopes, garnachas, tamales, quesadillas, tacos, alegrías y otros dulces, sin que faltase el tepache, el pulque, el tequila y las aguas frescas de frutas.
El cura Miguel Hidalgo llego a Colima el 10 de marzo de 1792; fomentó, entre otros, el cultivo de la palma de coco. Se cuenta que compraba fragmentos de metal a un viejo. Este preguntó: ¿Para qué quiere tanto pedazo de fierro, tata cura? “Para hacer una campana grande, que se oiga en todo el mundo”, respondió el padre Hidalgo. El movimiento independentista resonó con fuerza en Colima; se conspiró a favor de la insurgencia y se apoyó con brío la gesta nacional. Al finalizar el movimiento, se dio especial importancia a la educación; en 1840 se dispuso la creación de dos escuelas normales y una superior, originada en el Conciliar Tridentino, y se expidió la Ley de Instrucción Pública del Estado.
Aunque hubo luego, en el propio siglo, una epidemia de fiebre amarilla que diezmó en forma considerable a la población, y fue causa fundamental que obligo al cierre temporal de escuelas y los sitios de congregación pública. Años más tarde, durante el largo y aciago período en que el país se desangraba en una guerra intestina, pues se luchaba por definir el proyecto de vida nacional, el presidente Juárez al frente del gobierno liberal despacho por breve tiempo en el Palacio de Gobierno de Colima. La principal ruta al interior de la república era el Camino de Rueda y Herradura; de ahí nació el son “Camino Real de Colima”.
El “Reglamento para los Coches de Camino” aclaraba que los organizadores de los viajes no se podían hacer responsables por “robos de ninguna clase en el camino, postas o posadas. A pesar de la inseguridad de la ruta, es fama que en las posadas del camino se solía atender al viajero sencilla pero suculentamente. Los posaderos, además de proporcionar lugar para el descanso, se especializaban en platillos tales como tamales de carne y costilla, chilayo de puerco, morisqueta, patitas de puerco en vinagre, caldillos de mariscos y el clásico puchero.
El pan hecho en casa podía aromar el local, y si el frío era intenso, se acostumbraba servir aguardiente, café de olla y atole; si el calor sofocaba, no faltaba el tepache, la tuba y el agua de frutas.Tras una epidemia de cólera que, también en el siglo XIX afectó gravemente a los colimenses, vino otra vez la época de la recuperación. Se terminaron obras como la de la cárcel, varios jardines y algunos paseos. Desde Alemania llegaron el kiosco y el reloj de Palacio.
Éste recuerda a nativos y visitantes la posibilidad de un triple deleite: el de cruzar los puentes sobre el río Colima, participar en conversaciones gratas y animadas y disfrutar las suculentas viandas de los clásicos “merenderos”. De ellos se puede decir que son sitio de encuentro de una sociedad bien avenida, quizá mucho más que otras, la de los tamales y las ciruelas, la guayabilla o el mango. Como el encuentro del mole verde con la carne de puerco o de res, relleno de los tamales de ceniza envueltos en hojas de carrizo.
Para los paladares de gustos más sólidos quedan la birria de chivo o el menudo con ¡azafián!, lujo sobre dispendio con su buen acompañamiento de chián, bate o aguardiente. En los inicios de la Revolución, los maderistas demandaron la rendición del gobierno conservador. Durante los acontecimientos posteriores,
Colima vivió bajo el dominio huertista, hasta que Álvaro Obregón tomó la plaza colimota en 1914 y se promulgó la Constitución Política de la entidad. A lo largo de la rebelión cristera, hubo grandes bajas. Restablecida la paz, lograda la conciliación, el dinamismo administrativo fue factor clave en el desarrollo estatal: se invirtió en obras de irrigación, carreteras, la estación y el muelle fiscal en Manzanillo, la termoeléctrica de Tecomán, escuelas y drenaje en la capital. Durante el terremoto de octubre de 1959 se perdieron más de mil vidas humanas y se afecto gravemente una extensión de 120 km de la zona costera que fue reconstruida poco después.
Colima cuenta hoy con una economía firme. La belleza natural del área propicia los bellos escenarios turísticos, a éstos se suman la gentileza de sus habitantes, gente de buen humor y buena cocina, que sabe del encanto de sus platillos tradicionales; entre otros, cabe citar: la cuachala espesada con pechuga molida, tal vez nostálgico manjar blanco naturalizado con sal y chile guajillo; la sopa de chacales o langostinos; la sopa de boda o fiesta: el chilayo, el puerco tatemado, las enchiladas, ¡los sopitos picados al estilo Villa de Álvarez!, y para el calor, la compañía insuperable de la tuba almendrada o el brindis impar de un ponche de granada preparado con la tuxca tradicional, ¿que otra cosa es el arte gastronómico?
En suma, las recetas de la cocina familiar colimota permitió el acceso a una sabia y apetecible cultura popular, la cocina cotidiana en la entidad. La barroca locura del maíz, en enchiladas, tamales, entomatadas, enfrijoladas, caldos, sopas y pucheros, se transcurre de los buenos sabores a otros mejores, de caldos y caldillos hasta la fórmula de un menudo o de un par de atractivos arroces. Por otro lado, los mariscos y pescados, abre el apetito ante la riqueza de las aguas del Pacífico... y de las corrientes y esteros colimeños.
Las Aves y carnes, las fuentes primeras -cocina indígena, española y oriental- se traslucen, confluyen y se recrean en combinaciones nuevas, distintas, a veces impensables y siempre apetitosas. Y se descubre, con frecuencia, la proximidad de Andalucía y sus gustos culinarios. La verdura, retrata bien el huerto colimense; riqueza de trópico, fertilidad de la tierra (sin que por ello se olvide al nopal). Y no podía faltar, repostería, es un breve e irrepetible tratado de los buenos postres, recetas hay en él que merecen marcos áureos. Tal vez, sobre todas, las que analizan las cimas altísimas a las que llegan los alfajores y las cocadas colimenses.
CONACULTA (ed.) 2011. La Cocina Mexicana en el Estado de Colima. CONACULTA/Océano, México. pp. 11-15.